Digitaru Paradise - escena 1

París. Polvo y piedras. Los restos del que fuera una gran urbe del pasado. Poco queda de esos tiempos. El desierto que devoró el sur de Europa erosionó la Ciudad de la Luz hasta eliminar la mayor parte de sus construcciones. La torre Eiffel tenía el dudoso honor de ser uno de esos escasos supervivientes del drama y se alzaba en medio de la tierra sobrecalentada por un furioso sol que brillaba en un cielo carente de nubes. No parecía haber vida en los alrededores.

El mirador de la torre Eiffel. Hace muchos siglos este pequeño espacio era un mirador privilegiado desde donde contemplar la ciudad. Tras ser vendido en el mercado el mirador fue ampliado y cerrado para poder darle otros usos. Un espacio con ventanas con barrotes y persianas de metal cerradas.

En su interior un despacho con una gran mesa de teca, un sillón de cuero verde y varias estanterías con libros de aspecto antiguo y estatuillas de metal. Unos enormes aparatos de aire extremadamente viejos mantenían la temperatura del lugar al tiempo que emitían un zumbido constante y agudo. De un punto desconocido brotaba una suave melodía y un sutil aroma a café invadía la sala.

Sentado en el sillón permanecía un hombre de edad avanzada vestido con un traje verde aceituna y camisa beige. Contemplaba una de las ventanas con aire pensativo al tiempo que extendía la mano hacía una copa de coñac en la cual relucía una sustancia dorada. Cerca tenía una botella con una etiqueta que decía “Esencias de café; Golden Premier”. Agitó un par de veces a bebida, olió su contenido, sonriéndose enigmáticamente, y dio un trago a su bebida, lo que hizo que ampliara aun más su mueca de satisfacción.

El sonido de unas botas contra las escaleras metal del centro de la estancia le hicieron desviar sus ojos grises de la ventana cerrada por un instante. Un hombre de unos treinta y pocos años entró en escena. Vestía una gabardina de cuero que le llegaba hasta los tobillos, ceñida en el tórax por varios cinturones negros. Su larga melena le colgaba libre y sus ojos, color ámbar, miraban con nerviosismo a todas partes.

- Zaraus, te estaba esperando…

Murmuró el anciano sin mirar siquiera al recién llegado. Este hizo una leve reverencia y respondió al tiempo que se erguía todo lo que podía y sacaba pecho.

-Me fue del todo imposible acudir antes, Señor.

El hombre del sillón apoyó sus delgadas manos en los reposabrazos de este y, con aparente esfuerzo por su parte, se puso en pié. Rodeó la mesa, colocándose cara a cara con el recién llegado. Juventud frente a vejez. Antes de que se dijera palabra alguna el anciano se volvió hacia su escritorio, lentamente, tomó la copa entre sus mano y dio un nuevo trago a las esencias. Su subordinado parecía más nervioso a cada segundo que pasaba lo que parecía divertir a su anfitrión, dada la mueca que había en sus labios. El joven fue el primero en romper el incómodo silencio.

-Me dijo Zersé que hoy sería el día… ¿acaso ya hemos encontrado su escondite?

Dio otro trago a su bebida antes de responder.

-No, pero eso es lo que nos interesa que crea Eris…

-¡¿Ella aun tiene nuestras comunicaciones bajo escucha?! ¡Creí que eso fue solucionado hace meses!

Exclamó Zaraus furioso alzando los brazos e interrumpiendo de mala manera a su superior, el cual mostró su disgusto arqueando una ceja y haciendo un mohín de desagrado. Pero, el anciano, haciedo caso omiso del último comentario, se giró, le dio la espalda a su subordinado, y procedió a vaciar lo que quedaba en la copa, dejándola sobre una mesa auxiliar cercana de forma que esta dio un sonoro golpe seco que por poco la parte.

Tomó un libro de la estantería que tenía frente a él, El Arte de la Guerra, que abrió. En su primera página había una dedicatoria firmada por un tal Dimitri Valkiriov. Cuando volvió a hablar lo hizo pausadamente, como si no tuviera prisa alguna, pero su mirada era impaciente.

-Nos conviene que ella crea que vamos a actuar de la forma en que hemos estado hablando esto meses atrás. Nos da un importante margen de maniobra. Por otra parte…

Miró a su subordinado con desprecio a lo que este reaccionó dando un paso atrás con temor.

-…espero esta sea la última vez que tenga que dar explicaciones de mis decisiones.

-No volverá a suceder, mi señor.

Tras decir esto se volvió a inclinar en señal de respeto, pero su mirada decía otra cosa bien distinta. Para el anciano esto solo era un contratiempo desagradable que más tarde se ocuparía en solucionar.

-Eso ya me gusta más…

El anciano tenía el libro abierto y pasaba las hojas pero no le prestaba atención alguna. Parecía más una forma de mantener ocupadas las manos en algo que el inicio de una sesión de lectura. Mantuvo la mirada fija en Zaraus, como si estuviera pensando las palabras. Cuando habló lo hizo con autoridad, imponiéndose.

-Las Señales le apuntaron como un posible Elegido, pero aun no estamos seguro, necesitamos que salga de su escondite para poder descubrir la verdad…

El hombre mayor paró su discurso para acercarse a su esbirro y se coloó a un palmo de distancia del mismo. Este tembló de forma casi imperceptible, como si un escalofrío hubiera recorrido su cuerpo.

-El hijo de Dimitri se encuentra en esta ciudad. Quiero que me lo traigas.

-A sus órdenes, mi Señor.

Zaraus hizo una nueva reverencia y abandonó la estancia por las mismas escaleras de caracol por las que entró. En esto el anciano regresaba a su asiento y se volvió a sentar, dejando el libro sobre la mesa y lanzando un ligero suspiro de resignación.

Acarició las cubiertas del libro tratando de serenarse y posó sus manos con delicadeza sobre una pequeña esfera metálica a un lado de la mesa y una pantalla apareció flotando ante sus ojos. Un mensaje le dio la bienvenida al sistema, al cual no prestó la menor atención. Movió las manos sobre la imagen y solicitó una videoconferencia con una persona de su lista de contactos. Ahora la pantalla estaba ocupada por un gran mensaje que parpadeaba con las letras “solicitando videoconferencia a Eris”.

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